Es usted el visitante número...

Hasta qué punto uno puede encontrar la paz...

La paz, la paz no es más que una manifestación muy profunda de la nostalgia, la paz, en el fondo, es una nostalgia, mi viejo y querido... (La amigdalitis de Tarzán, Bryce Echenique)

domingo, 6 de enero de 2008

Un ligero equipaje interior

Una tarde lluviosa de febrero debía abandonar Chiclayo. Luego de tediosas tardes y noches leyendo y resumiendo obras jurídicas, había obtenido la calificación pertinente para acceder a los estudios de maestría en la Universidad de Navarra. Era, sin duda, la posibilidad de poder aprehender toda una gama de conocimientos forenses europeos, que me permitirían afianzarme como profesor a tiempo completo en alguna universidad de la capital. Ni en el más condicionante escenario habría dejado pasar esa posibilidad.
El día de mi partida organicé mi equipaje desde las primeras horas de la mañana. Religiosamente ordené la maleta con la ropa más gruesa que tenía, la caja con mis obras literarias y mis trabajos universitarios, junto con algunos álbumes fotográficos de mi familia. El vuelo hacia Lima, a priori, partía a las siete y cinco de la noche. No obstante, a partir de las tres de la tarde, luego de haber almorzado y descansado en la digestión, estaba ya completamente libre para cumplir con ordenar mi equipaje interior. Contacté con Carlos Antonio, un compañero de la secundaria, que estaba encargado esa tarde de la sala de embarque de vuelos nacionales en el aeropuerto, y le pedí el favor de custodiar mi equipaje por un lapso de tres horas. Carlos Antonio aceptó.
Antes de las cuatro de la tarde, habiendo dejado mi equipaje en el aeropuerto, tomé un taxi. “Hacia la avenida Salaverry, cuadra siete, por favor”. Durante la siesta de la tarde, tuve la clarividencia de que no podía partir esa noche a la península ibérica sin una última conversación con Claudia. Ella era la única que ignoraba totalmente el expediente de mi futura estadía en tierras españolas por dos años. Llegué a verla poco después de las cuatro, y no tuve la necesidad de dirigir el taxi hasta su casa, pues apenas el vehículo se asomaba a la esquina norte de su cuadra, ya la había reconocido tomando un helado con Noelia, su hermana, en el parque
- ¡Claudia, qué tal!- le dije, reposadamente.
- ¡Jose!- replicó ella, como abrasada por una amalgama de sentimientos encontrados.
- Vengo a despedirme de ti, amiga mía. Esta noche estaré en un avión rumbo a España – le dije sin inmutarme.
- ¡Qué cosa! ¡Cómo que hoy mismo te vas! Cuéntamelo todo, con detalles, por favor – exclamó, entre alterada y luctuosa –. Vamos a mi casa, me esperas que tome un baño y salimos a caminar.
- Está bien, pero no tarde mucho. A las siete sale el vuelo a Lima.

Por decisión de ella paseamos por las calles adyacentes a su anterior vivienda, no muy lejos de donde nos encontrábamos. Comimos cada uno una torta de vainilla con chispas de chocolate en el café bar del italiano Pietro Meazza, mientras recordábamos tantas experiencias universitarias, desde que la conocí en el taller de teatro, cuando yo cursaba el tercer año de Derecho y tocaba la guitarra pésimamente, y ella recién había ingresado a Medicina humana y jugaba muy bien al básquetbol. A pesar del ruido provocado por el tráfago de italianitos que atiborraban el negocio de don Pietro, hablábamos bajito y nos entendíamos a la perfección. Me puso al tanto de que aprovecharía el verano para dar algunos retoques finales a su tesis, que prácticamente ya estaba concluida, aunque, no obstante, con la noticia de mi partida esa tarea le demandaría más tiempo del previsto. Sus grandes ojos negros parecían devorar mi ser interior, como aquellas noches de otoño cuando éramos uno solo, y ella adivinaba cual gitana, las notas que había obtenido en los exámenes. Aun cuando ninguno de los dos le confesó al otro que el cariño y la confianza inconmensurables nacidas una tarde primaveral se mantenían incólumes, cada mirada, cada sonrisa, cada suspiro helado, eran prueba irrefutable de cómo ambos habíamos transformado ese cariño tan hermoso, que durante unos largos dieciséis meses y cuatro días nos unió, en un símbolo inefable de verdadera libertad.
- Sabes, Claudia – le dije, avasallado por la nostalgia – en esta tarde siento que te adoro, en el más estricto sentido de la palabra. Te adoro, amiga, porque gracias a ti aprendí a ser libre.
- Y yo esta tarde siento unas ganas enormes de agradecerle a Dios, sí, Diosito, gracias porque me permitiste conocer a alguien tan lindo que me enseñó tanto, tanto… ¿Te acuerdas cuando me ayudabas a aprender los diálogos en el taller, Jose?...

Aquel lapso de esa tarde gris se convirtió en una máquina del tiempo que proyectaba los momentos eternos e imborrables de nuestra amistad ante todo. “Acuérdate, Jose: amistad que antes que nada y por encima de todo”. Cada uno de los ensayos más tristes y más alegres con la profesora Karenina, cada tarde en la biblioteca de literatura disfrutando con Calderón de la Barca, cada noche en las tímidas bancas detrás de la cafetería, fueron destilando inmortales gotas que empapaban la atmósfera de nuestro diálogo. Por un momento tuve la sensación de que estábamos solos en un mundo penetrado por una lluvia de ceniza, pues el ambiente se tiñó de un color gris en cada una de nuestras palabras.
- No te vayas a perder por allá, mi Jose – me dijo, con la voz tímida de los más tristes ensayos de teatro.
- Claro que no, niña – repliqué, mientras luchaba furibundamente con mi deseo de cancelar el viaje, de quedarme ahí sentado mientras escuchaba partir el avión sin mí.
- Ven, cierra los ojos – me pidió, ahora con una intención traviesa.

Siendo consciente de lo que suponía ese pedido, accedí. Me acerqué a ella, tiré los brazos hacia atrás, para que no interrumpieran de un modo consciente mi decisión inconsciente, y sentí sus labios rozar los míos y luego posarse en mi frente. En ese momento mi declaración de adoración obtenía su correlato fáctico. Le prometí, acto seguido, que regresaría de hecho en dos años, y si por algún motivo de fuerza mayor no pudiera regresar ya, no olvidaría lo que con ella había vivido y aprendido, aprehendido.
Cerca de las seis y media de la tarde regresamos a su casa por la avenida, inundada de palmeras al lado izquierdo, bajo cuya sombra, años atrás, una noche de noviembre, escribí en mi mente una canción para ella. Minutos después, estaba ya en la sala de embarque, agradeciéndole a Carlos Antonio la gentileza de custodiar mi equipaje aquella tarde. Cuando la tripulación hubo abordado el Airbus A 320 que me dejaría en Lima, previa escala en Trujillo, me despedí de ella y le dije que estaba ya sentado, sí, en el asiento 25 b, y sabes, tengo unas ganas enormes de estar ya en Navarra, para llamarte desde allá y contarte todo lo vivido en mi primer día, sí…

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