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Hasta qué punto uno puede encontrar la paz...

La paz, la paz no es más que una manifestación muy profunda de la nostalgia, la paz, en el fondo, es una nostalgia, mi viejo y querido... (La amigdalitis de Tarzán, Bryce Echenique)

sábado, 26 de julio de 2008

Una mañana de mayo

Aquella mañana de miércoles – día miércoles, valga la aclaración – fue inolvidable. Me había levantado temprano a repasar los temas para un examen que tendría la semana siguiente, me desocupé poco antes de las nueve y media e inmediatamente fui a buscarla, como le había dicho la noche anterior, sí, angelita mía, ya no puedo contener los abrazos y besitos que me nace darte al verte. Llegué a la universidad pocos minutos antes de las diez y fui a buscarla a su aula en el cuarto piso (lo peor sería que ya hubiera salido de clases). La vi salir justo cuando yo empezaba a enrumbar hacia donde se hallaba y la encontré más deslumbrante que nunca. Su mirada, su sonrisa, causaron en mí tal impresión que por un momento sentí que estaba en un sueño, aunque, obviamente, trataba de mantener la calma, de fijar los pies sobre la tierra. Le propuse que me acompañara a buscar al profesor al cual yo asistía en la cátedra. Ella aceptó sin más, siempre sonriente, sí, muy sonriente, tanto que gracias a su sonrisa yo tampoco podía dejar de sonreír. Sin duda, a pesar que era inicios de mayo aquella mañana no podía evitar pensar que nos encontrábamos ya en el esplendor de la mejor primavera.
“Estoy ya en camino, profesor, ahorita llego. Sí, sí, ya casi llego a las escaleras.” Pero, antes, ¡vámonos hasta el sexto piso!… Sí, sí, sí… ¡Pues vamos! Subimos las escaleras como un par de niños que juegan afuera del piso en el que viven, entre risas y abrazos, y entre más de un choque de miradas que, sí, ¡qué bien que se buscaban!, pero ¡qué bien que se mostraban esquivas y hasta tímidas, diría alguno! Aquella mañana me sentía genial, todo alrededor era genial. “Hay que sentarnos un ratito, sí.” “Ah… ¡qué rico viento!” Un beso tímido de su parte en la mejilla; otro, de mi parte. Sonrisas, un abrazo muy cálido, enternecedor… La luz diáfana que se filtraba por los costados de las escaleras bañaba todo mi interior, lo que era y lo que sería, como una lluvia del color de su mirada, esa mirada que sí, mi angelita, cómo me enternecía desde las primeras veces en que a tu lado me encontraba… De nuevo pensé que me encontraba en un sueño, o en una dimensión entre los sueños y la realidad, el punto inefable donde todo se vuelve nada y el tiempo se convierte en un elemento imperceptible para los protagonistas.
¿Cuánto tiempo pasaría en ese instante en que ella y yo nos abrazamos y, con ese abrazo, nos decíamos todo aquello que desde hace días, semanas atrás ya nos lo decíamos de otros modos? ¿Uno, dos, tres minutos? Sigo tratando de establecer una medida en el espacio y en el tiempo de aquel instante, pero aún ahora, tiempo después, me resulta incognoscible. ¿Y qué importa el tiempo o el espacio, si después de todo lo sustancial era estar ahí con ella, sin nada ni nadie más? Sólo podía recostarme en su regazo, sonreír al verla sonreír, dejar que mi espíritu se llenara de ternura inconmensurable. En mi cabeza, al vivir ese instante, sólo revoloteaban recuerdos de los ensayos del coro en meses de verano… Febrero, Marzo: sí, es que esta chica es sencillamente genial, ¡qué alegre!, ¡qué alegre!, ¡qué alegre! ¿Será así sinceramente? Sí, sí que lo es. ¡Y qué tierna! Sí, ¡mucho! ¿Cómo es la vida, no? Me encanta… Abril: sí, ya estoy mejor, ya salgo a clases, gracias a una angelita muy linda que no sé cómo, pero hace que me sienta mejor con una sola palabra o mirada. ¡Qué alegre!, ¡qué alegre!, ¡qué alegre!...
¿Cuánto tuvimos que esperar para que por fin tuviéramos un momento sólo para los dos? Llegó el momento, claro que llegaría. Días antes habíamos vivido la introducción de tan maravilloso capítulo: regresar juntos en la noche, bien abrazados (aquella noche yo amaba el frío, el viento), vacilarnos juntos en la actuación un día después de aquel regreso espontáneo, en que recibí literalmente besitos muy dulces de su parte, y con cuánta ternura, que fueron como una continuación de aquella terapia de besitos de fines de abril, sí, con mucha ternura (yo añoraba a morir esos besitos cuando estaba ya horas después buscando sueño en mi habitación)…
Llegó el momento, sí, aquella mañana de un miércoles de mayo, pero acompañado de muy eficientes efectos ultractivos, sí, porque el día siguiente sucedió una suerte de continuación de besos y abrazos y momentos de sólo para los dos, “te dije que te iba a secuestrar, angelita”. Y el día siguiente al día siguiente en que sucedió la mañana inolvidable, aunque esta vez de noche, sí, la noche maravillosa de la semana, ella quiso culminar tan geniales días dándome una noticia que aún ahora sigue resonando en mis oídos, como la razón nueva que me hace quererla cada día más, el motivo que hace que me diga a mí mismo cada mañana que sí, claro que tiene amor el presente y el futuro, más aún, al pensar en ella entiendo a Juan Manuel Carpio en “La amigdalitis de Tarzán”… “Sí, ¡claro que tiene amor la eternidad!”