Es usted el visitante número...

Hasta qué punto uno puede encontrar la paz...

La paz, la paz no es más que una manifestación muy profunda de la nostalgia, la paz, en el fondo, es una nostalgia, mi viejo y querido... (La amigdalitis de Tarzán, Bryce Echenique)

miércoles, 25 de julio de 2007

A cualquiera le puede suceder... en otoño o en primavera, en invierno o en verano...

Lunes 13 de mayo. Chiclayo a las nueve de la mañana se ve invadido por un sol resplandeciente en pleno otoño. Seis meses hace que ocurrió el desencuentro más triste y más alegre en la vida de Alfonso. No ha desayunado hoy, sale de su casa, como de costumbre en vacaciones, sin destino fijo. Su madre: “Hijo, ¿vas a dejar otra vez tu desayuno?” Oculto bajo sus eternos lentes oscuros y su sombrero de ala grande sale Alfonso a paso tranquilo por su cuadra, quien lo mira no lo logra reconocer. Viste de negro, a pesar de lo fuerte que están los rayos del sol. Lleva una gabardina que cubre poco más de la mitad de sus extremidades inferiores. Saluda amablemente a los señores Vigil, sus vecinos de la esquina. Prende un cigarrillo antes de voltear la siguiente esquina, observa como el humo se difumina luego de cada bocanada. “Es que eso somos, simples espirales que nacen y desaparecen en el universo terrenal.” Camina con la vista de frente, ceremonial y parsimoniosamente. Junto a él pasa su vecina, Claudia, que ha dejado la chompa en casa, y sólo lleva un polito blanco de tiritas, dejando al descubierto sus hombros. Un tipo silba detrás de él, y de ella, claro, y lanza un “¡Mamacita, qué rica estás!”. Alfonso se ve invadido por una sensación de náusea. El padre Víctor, más atrás, decide evadir la edénica tentación y cruza hacia el parquecito de enfrente. Es lunes, y Alfonso aunque no lo quiera debe llegar a la universidad. Tiene entrevista con el profesor al que apoya, pero es después del almuerzo, así que aún puede desvariar todo lo que quiere, y derretir toda su angustia y sus temores por las calles de la ciudad. Camina por la avenida Balta, prolongación sur. Se detiene en un quiosco de periódicos: Aprueban el Reglamento de la Ley del Presupuesto Participativo. “Esta noticia alegrará a mi padre, algo le salió a mi viejo al menos, tal vez luego de la entrevista vaya a visitarlo al trabajo.”
Ahora está en la intersección de Balta con Bolognesi. El calor está in crescendo. Qué clima para loco, la atmósfera se siente pesada, como si luego fuera a caer una lluvia de verano con consecuencias devastadoras para el presupuesto de desarrollo urbanístico municipal. Pero es otoño en toda su extensión. Es la segunda semana de mayo, sí. Y no puede llover, y no puede estar soleado. Pero en Perú, y más aún, acá en Chiclayo, ocurren más rarezas que en el mismo Macondo. Camina y observa de refilón las tiendas de ropa con los escaparates inundados de maniquíes que tanto pánico le causan. Las paredes adyacentes están atiborradas de publicidad de algún evento chicha. “Qué asco, para ser otoño hay muchos eventos para cholos, acá en el norte normalmente nos invaden en verano.” Todo es tan verano hoy.
¡Eureka! El cielo, pasadas las diez de la mañana, empieza a nublarse. Alfonso llega por Elías Aguirre, abriéndose paso entre los fastidiosos cambistas de dólares. Se quita los lentes oscuros. Se detiene en el atrio de la catedral. Consecuencia inmediata e inevitable de haber vivido toda su niñez y adolescencia con su mamá y su abuela, acudiendo a misa todos los domingos y tomando té con el párroco por lo menos una vez entre semana: una fe hecha a base de sacramentos y obras. “Caridad, amistad y perdón, éstas deben ser las virtudes por antonomasia.” Baldados y niños esmirriados pidiendo limosna, algunos fingiendo ser tales hipócrita y sarcásticamente, otros, en cambio, sí lo son. Alfonso se sienta en un escalón y conversa con aquella viejecita – doña Ana – que tanto conoce de la historia y de las costumbres de Chiclayo. “Pero lo más extraño en estas épocas, señora, es el clima, vea usted cuán hostil se nos presenta hoy, este sol no es de otoño.” Con una sonrisa franca la viejecita le pega una palmada en el hombro. “El sol siempre nos acompaña aun en invierno. Ya ves que hasta en estos meses los girasoles siguen vivitos.” Ahora ingresa al templo. Alfonso se arrodilla y se recoge en un profundo silencio, mira atrás, se transporta hasta finales del año pasado… Diciembre del año pasado… Carolina y Alfonso, Alfonso y Carolina, Alfonso con Carolina, Carolina con Alfonso, Alfonso sin Carolina, Carolina sin Alfonso. Espera de un reencuentro y recuerdos de unos encuentros. Soledad pinta las paredes, Soledad impide arrancarme los lentes oscuros, ni siquiera en los días como hoy. Soledad viene a sentarse conmigo esta mañana. Soledad me acompaña cuando estoy solo en la banquita donde Carolina y Alfonso, Alfonso y Carolina, etcétera… El párroco me dice, tomando el té en mi casa, escuchando mi eterno estribillo: “Alfonso, Alfonso, tanto te preocupas por eso, hijo mío. Tú quédate tranquilo. Sólo ora y el resto ya lo sabes.” Alfonso suelta una lágrima arrodillado en el último reclinatorio de la iglesia. Ninguna persona se percata. Todos ahí adentro están absortos, como si hubieran sido transportados a otras dimensiones Se levanta y enrumba hacia alguna tienda. “Aún falta mucho para que sea después de almuerzo. Vamos a ver libros, y luego puede ser un café.” Perú-Bookstore no está lejos. Dos cuadras más bajando por Siete de Enero y ya está. Al frente, el vetusto local de una moderna cafetería donde antaño se reunían los médicos del Centro Oftalmológico del Norte, entre ellos el doctor Cruzado, el gran amigo de su padre. Alfonso llega a la librería y se sienta en la mesita del lado izquierdo. Podía pasar todo un día revisando los libros, pero hoy hace mucho calor, se ha nublado pero el aire sigue espeso. Las letras saben mejor en invierno, pero en el crudo y real invierno, sin duda alguna. Tristes historias colman los aparadores de ese lado de la librería. Alfonso está muy cómodo al lado de ellas. Antihéroes e historias de distancias y desahucios son sus favoritas. Al mismo tiempo escucha aquél tema de Miguel Bosé, sí, ese que tanto le gusta a su mamá y a su abuela… Amiga, amiga, qué dulce esa palabra, qué sencilla esa palabra suena hoy… “¿Será esa la magia, aprender a quedarse sembrado como una flor, como una planta llamada amigo?” Alfonso se retira; ha desistido de tomar un café.
El clima, afuera, ya cambió diametralmente. Algunas gotas caen tímidamente del cielo, pero hace frío, y no deja de ser raro para la estación de otoño. El viento golpea en las ventanas de las casas como remaches mal hechos. Se pone los lentes oscuros. Toma un taxi. Llega a la universidad, ya son casi las dos de la tarde. El viento es más fuerte en el descampado; el cielo está gris. Se dirige por las escaleras del edificio principal. Está en el segundo piso, Alfonso se detiene y ausculta por los biombos de la oficina del rector, “¿Será cierto que don Guerrero se encierra con Lucía, su secretaria, a esta hora?”. Nada, ninguna autoridad está a esa hora. Llega a la oficina de los profesores de Educación. Su maestro de Filosofía eleática, el profesor Ramírez, le pide que lo espere diez minutos. Alfonso baja al cafetín. Se sienta en la misma mesa donde Alfonso y Carolina, Carolina y Alfonso, etcétera. Pide una taza de chocolate, bien caliente por favor, y unas galletas de soda, señorita, también. Saca aquella libreta donde solía apuntar las frases más memoriales en aquellas tardes y noches. "Esta noche voy a escribir algo para ti, algo amarillo y verde, y tal vez también te dibuje algo, porque estás tan triste. (15 de diciembre a las tres de la tarde, antes del examen de griego antiguo)." Ésa nunca la había descifrado. Habían pasado más de cinco meses desde aquella tarde. “Ella estaba sonriente, pero el ángulo diagonal que formaba al apoyarse en mi hombro, hacía que sus ojos se vieran tristes, ¿sería efecto de ese ángulo, o el ángulo diagonal que yo apreciaba era efecto de su tristeza?... Ah, ¡qué ángulo ni qué ocho cuartos!... Carolina, Carolina, qué será de tu vida, amiga mía. Tengo tanto por contarte esta tarde, este día. ¿Regresarás de Navarra, Carolina?... Cuéntame cómo es el frío allá, Carolina, acá ha salido el sol esta mañana, sí, ha salido el sol, amiga. Algo verde y amarillo está el cielo, y hasta parece que más tardecito va a llover, todo está tan cálido acá, ¿cuándo regresas?”
Alfonso camina hacia la glorieta que está detrás de la biblioteca. Faltan cinco minutos para las tres de la tarde. Se encarama en el pedazo de tronco de esa palmerita tan seca ahora pero que hace cinco meses generaba sombra sobre la banca donde… Ahora falta un minuto. Observa su reloj. Cinco, cuatro, tres, dos, uno… Las tres en punto de la tarde. “Te quiero mucho, Alfonso”. Carolina lo abraza. Él la abraza. Se abrazan y se besan tiernamente en la mejilla. Alfonso regresa por el caminito que lleva a la cafetería. Suelta un lagrimón, y una gota de lluvia lo golpea en la frente. La atmósfera se siente como renovada, y Alfonso se siente así también. Pasadas las tres de la tarde un profesor se topa en su camino y queda asombrado al ver a un joven de unos veinte años bañado en lágrimas y sonriendo ampliamente. Alfonso tira los lentes oscuros hacia atrás. Se parten al tocar el resquebrajado suelo. Un girasol en el jardín izquierdo destila unas cuantas gotas de lluvia por sus hojas, Alfonso se detiene, lo observa desde cerca… “son lágrimas de felicidad al comprender su vocación, la vocación de un girasol…”

1 comentario:

Edson "Lobo" Meléndez dijo...

Beto "Lobo" Malatesta te avala hermano, las historias de amor las hemos visto tan cercanas que parecieran golpearnos la mejilla con su palma abierta y furiosa, cuando esperabamos su más dulce y tierna caricia...así es el amor en estos tiempos de cólera, no enfermedad, sino rabia, desilución, apatía y orgullos...