Es usted el visitante número...

Hasta qué punto uno puede encontrar la paz...

La paz, la paz no es más que una manifestación muy profunda de la nostalgia, la paz, en el fondo, es una nostalgia, mi viejo y querido... (La amigdalitis de Tarzán, Bryce Echenique)

viernes, 9 de enero de 2009

Algunas reflexiones

Quisiera en esta ocasión ensayar algunas líneas acerca de la disyuntiva actual que se ha tejido en el proceso de redescubrir el significado de enamorarse y amar. El enamoramiento es concebido como una etapa en la cual la persona sale de sí misma y se muestra a otra, como ser capaz de poseer y de ser poseído por otro. La fase del enamoramiento se experimenta por primera vez alrededor de los 13 ó 14 años, edad en la cual la persona ha adquirido un grado de entendimiento de su propio ser; se ha descubierto como distinto al otro, como sexuado, y como complemento de otro, en el plano físico y afectivo. Se observa, por ejemplo, que en las primeras fiestas los adolescentes manifiestan actitudes nuevas: se arreglan cuidadosamente el cabello, eligen con bastante empeño el vestuario a usar, buscan alguna colonia o perfume que exprese sensualidad. “Aquí estoy, mírame”, es el motor de toda la actuación del adolescente.

El enamoramiento es el recorrido que hace una persona para llegar a otra, para captar la atención de ésta y mostrarle que quiere poseerla y ser poseído por ella. Responde a simples emociones, que llevan a la persona a actuar de un determinado modo para disfrutar de ese efluvio interno que siente: la clásica caracterización de mariposas en el estómago. La persona, cuando se enamora, se vuelve otra. Hasta cierto punto es cierto este juicio. En efecto, se trata de demostrar al otro lo más íntimo del ser, lo que nos hace ser distintos: es justamente el recorrido hasta llegar a esta intimidad lo que se siente como un cargamento de emociones. Yo, como persona, me hago otro, saco un “otro” para mostrarlo a la otra persona. Este “otro” no es una falsa, todo lo contrario, es el verdadero yo que soy, oculto a los demás, pero que a esa persona lo muestro para captar su atención.

Como se aprecia, el enamoramiento es la fase más egoísta en el camino del amor de pareja: de hecho, responde a meras emociones que causan en la persona un cierto placer. No se abre plenamente a buscar el bien de la otra persona a la cual se quiere poseer. Se busca poseerla por lo que a mí me hace sentir. Llegado el momento en el cual la persona se aburre del otro al cual se ha mostrado, no experimenta más las emociones primigenias y busca terminar dicha relación. Por tanto, la relación de una pareja basada en el solo enamoramiento está destinada al fracaso. No tiende al amor, y por tanto a la felicidad, si no se supera el deseo egoísta de sentirme bien y nada más.

No obstante, enamorarse es normal, es absolutamente fácil de lograr. Quien tenga una experiencia mediana de la vida puede dar fe de que uno se enamora de quien quiere y cuando quiere. Enamorarse es, pues, el primer escalón en la larga escalera de una relación de pareja. De hecho, es absolutamente necesario. pero no se reduce a ello. Esta etapa algo tonta, permite sentar las bases en la relación. Estar con esa persona, sólo con esa persona y para siempre, son estas las tres dinámicas del enamoramiento real, en virtud del cual se tejerá el amor de pareja.

El amor, por su cuenta, es una decisión de la voluntad, firme y permanente, que no responde a emociones, a irradiaciones internas que hagan sentir placer. Se entiende, en términos prácticos, como querer querer a alguien. “Porque me gustas como persona, por lo que eres, quiero quererte”. Pero, ¿qué significa esto de querer querer? Significa tomar la decisión firme, permanente y seria de buscar el bien del otro, de ponerse al servicio del otro, sin buscar hacerse feliz a uno mismo. Este es el núcleo duro del verdadero amor: aquí estoy para hacerte feliz, no para hacerme feliz. Y el amor de pareja, por antonomasia, es aquel que nace cuando ambos, varón y mujer, han tomado esta decisión de la voluntad, de modo que el varón está para hacer feliz a la mujer, y la mujer, para hacer feliz al varón. Ninguno de los dos busca hacerse feliz a sí mismo.

El amor de pareja implica un alto grado de generosidad y de libertad. De generosidad, porque en la búsqueda del bien y de la felicidad del otro, en muchas ocasiones se tendrá que postergar y hasta olvidar el placer propio; se pasará por la cabeza muchas veces la idea de que no vale la pena seguir haciendo algo que a mí muchas veces no me hace feliz. Una buena dosis de libertad es también necesaria, porque sólo quien es libre es capaz de dar lo mejor de sí mismo. ¿Y ser libre de qué? Fundamentalmente del miedo a equivocarse. ¿Quién no ha fallado en anteriores relaciones? ¿A quién no lo han traicionado, o quién no ha traicionado a alguien? En efecto, todos hemos experimentado el sabor de la melancolía, de sentirnos tontos al haber puesto la confianza en alguien que falló. No obstante, más grande es el perdón a uno mismo. Cuando uno experimenta el perdón, la redención del error pasado, es verdaderamente libre y es capaz de dar al otro lo mejor de sí mismo. Así, pues, el perdón a uno mismo es el primer paso en el camino hacia el éxito en el amor de pareja.

Amar a la pareja implica una entrega abnegada. Consiste en actualizar en cada momento de la vida esa decisión de buscar el bien del otro. Y esto no se reduce a los meros abrazos, besos y caricias, cargados de efusividad. Es más que estas acciones. Implica, en términos generales, por ejemplo, saber escuchar en silencio al otro en los momentos de tensión; ayudar y mostrarse como un apoyo al otro a pesar de las propias ocupaciones; renunciar a ciertas actitudes que causan incomodidad en el otro.

Así descrita la situación, la decisión de amar parece a todas luces un acto de heroísmo. En parte lo es. No obstante, no debe pensarse que la decisión de amar contraría las tendencias y los gustos de la persona. Nada más lejos de la verdad, pues justamente uno decide amar porque gusta lograr la felicidad del otro. Se es feliz en la felicidad del amado. De ahí la frase religiosa perfectamente aplicable en el ámbito de estas relaciones: se encuentra la felicidad en el dar y no en el recibir. Pero, como se dijo, sólo quien es libre del pasado y no duda de mostrarse generoso puede entender y experimentar la realidad de esta afirmación…

viernes, 19 de diciembre de 2008

Conversaciones en soledad

Es lunes, ella se ha levantado temprano y ha abierto aquel cuaderno suyo que ha transformado en agenda. Tiene clase aún a las diez de la mañana. Sin embargo, se ha dirigido ya a tomar desayuno, mientras platica con aquella chica que la atiende y que tanto la quiere. Recién son las ocho de la mañana, y ella está instalada ya en su escritorio, revisando las separatas de ese curso que tanto trabajo le cuesta en este, su primer ciclo de Derecho, sí, Derecho, porque llegaré a ser presidenta del país, y qué, yo quiero demostrarles a todos que la política no es mala, lo malo es lo que la gente hace cuando llega a vivir en ella…
Ella está ahora camino a la universidad, y ¡oh sorpresa!, se ha equivocado de línea de transporte. Baja, extraviada, frente a un parque. Inmediatamente toma un taxi y sube en el asiento posterior, justo detrás de la posición del conductor, y comenta con éste la crisis de la basura en la ciudad y lo inclemente del clima, porque mire usted, apenas si estamos empezando abril, señor, y ya tenemos una neblina espesa. El conductor la mira por el retrovisor, sonriéndole. Ella se siente intimidada, pero aun así le regala una sonrisa, y, con ella, una dosis de paz y buenas intenciones, y gracias, señor, buenos días.
Está ahora llegando a su aula y ve a sus compañeros del código sentados en el pasillo. La clase de filosofía no es tan divertida que digamos, y el profesor, menos aún. Son diez y cuarto y no llega el bendito profesor. Momento oportuno para observar el panel de la Facultad de humanidades ubicado en la pared lateral externa de su aula. Lee un afiche, publicidad del taller de coro de la universidad, y verifica los horarios en que se realizan los ensayos; se dice a sí misma por qué no averiguar un poco más sobre él, y ¡por qué no!, pertenecer a él. ¡Qué suerte! El profesor sólo llega a indicar que no podrá dictar clase hoy día y les encarga un trabajo para la próxima sesión.
La espesa neblina de la mañana se disipa y da paso a un sol que empieza ya a quemar un poco. Ella camina por el pasillo, se saca la chompa roja que llevaba puesta y se suelta el cabello. Un mañoso que viene detrás de ella le lanza un ¡estás buena, flaca!, con una voz rasposa, aguardientosa. Cholo igualado, se dice ella, y continúa su marcha, sin darse por enterada de la presencia de aquél.
Está ahora en el cafetín, ha pedido una porción de torta de chocolate y se ha sentado con algunas compañeras de su promoción, estudiantes de Administración ellas, que entre sí comentan, con una algarabía mezclada con intenciones y sentimientos lascivos, las aventuras animadas de ayer y hoy que han protagonizado durante el último fin de semana en la discoteca más popular de los estudiantes de esta casa de estudios. Ella sonríe, pero en el fondo se siente incómoda. Decide retirarse de aquella plática.
Ahora se dirige a la biblioteca. Busca un asiento con una mesa individual para relajarse un momento, mientras lee un fragmento de La tía Julia y el escribidor, de su siempre querido Vargas Llosa. Se entretiene tanto en la lectura que, cuando coteja la hora en su celular, se da cuenta de que han pasado ya más de dos horas desde que empezó su relax. Sale a toda prisa de la biblioteca, con el corazón en la boca, literalmente hablando. ¡Ay, mi celular!, se da cuenta que no lo tiene y se regresa apurada a buscarlo, criticándose su asombrosa distracción. Lo encuentra y le vuelve el alma al cuerpo. No podía extraviársele justo hoy, pues debía recibir el mensaje de su mejor amiga confirmándole la fecha y la hora para un próximo encuentro.
Cerca de la una de la tarde llega a su casa, esta vez habiendo tomado correctamente las líneas de transporte. Se da cuenta de eso y se sonríe a sí misma, mientras abre la puerta de su casa. Se sienta a la mesa y almuerza, misteriosamente con cierta falta de apetito, mientras su hermano bromea con ella. Ha subido a su habitación, ahora, a buscar sus fotos de infancia. Baja a la sala, se recuesta en el mueble amplio y las observa, mientras escucha aquella estación de radio, cuyos programas del ayer, tanto adora…
Es otra cosa la universidad, ¿verdad?… Abre los ojos, ya no eres una niña, aquella niña consentida de los profesores y, claro, acéptalo, también de tu familia. Todo eso ya acabó. Ahora estás en otro level como diría tu hermano, que ahora por dónde andará, tremendo vago, tan vago que algún día puede terminarse confundiendo con algún vago, de esos abundantes en estos tiempos y largarse ya… No…, no…, no…, eso no... Tú, hermanito, nunca te irás…Mejor descansa, tonta. Estás delirando, eso es. Contemos ovejitas o vaquitas, o mejor, a ver contemos cuántos libros he leído ya…
Ahora ha aparecido frente a ella su papá, intempestivamente… Aichh, qué pesado, ¿cuándo entró?... Hija, necesito conversar contigo… Pero ella se ha dirigido raudamente a su habitación y se ha encerrado en ella. Ha abierto un libro, dentro de él coloca un verso que había escrito hace buen tiempo ya, cierra el libro y lo coloca en una caja debajo de su cómoda. Se tumba en su cama y toma una siesta.

* * *

Haciendo por olvidarte me ganaste tú en el intento… Se despierta y recuerda haber soñado esa frase… ¿Qué podrá significar? Bueno, mejor la olvidamos. No es tan temprano que digamos, y hoy sábado tengo que ir a la universidad para sacar algunos libros de la biblioteca, y también, claro, tengo trabajos que hacer en la tarde…Ella baja a desayunar con su madre, quien la nota extraña. Le pregunta si le sucede algo. Y ella, tan emocionalmente fuerte a veces, como esta mañana, le responde de mal modo. Sale luego a la universidad, y en el camino empieza a sentirse mal, muy triste, recuerda cómo, a veces, sus actitudes terminan dañando a los demás.
Está ahora, otra vez, en biblioteca, buscando algunos libros para su investigación sobre la existencia de Dios. Se encuentra con aquel amigo suyo que tanto quiere, le saluda muy alegremente, como si nada hubiera pasado en la mañana, y por supuesto, tampoco ha pasado nada la noche anterior. Sin embargo, ella presiente que él no le cree. Juntos se dirigen a la cafetería, y ante su impotencia por no poder fingir que todo marchaba bien, empieza a llorar. No logra esconder su mal estado de ánimo, de frustraciones y de culpabilidades acumuladas. Profesionalmente, cuando ella terminó de contarle una más de las estaciones de su vía crucis, él logra animarla. Ella se siente mejor y entonces decide quedarse a avanzar algo más de las lecturas en biblioteca.
Pero presiente que el pasado sigue persiguiéndola, y que quiere mezclarse con el presente, que, al parecer, empieza a mostrar alguna ventana pequeña, sí, pero que puede servirle para desfogar todo ese cable de alta tensión que anuda fuertemente su burbuja. Oculta esta sensación, como siempre, con su eterna sonrisa. En biblioteca encuentra un buen motivo para recuperar su normal estado de alegría y de paz. Se siente con muchas ganas de dedicarle algo a su madre esta noche, vísperas del día de la madre, tal vez cantarle una canción a su mamá en su día podría servir para menguar su culpabilidad ante la ofensa, ¿ofensa?, que profirió a su mamá esa mañana…

Culpabilidades y más culpabilidades y sólo más culpabilidades. Sólo eso podía auscultar ella en su interior en las últimas semanas, y se notaba, sí, claro que se notaba, por más que trataba de mostrar a los demás que la vida cotidiana la trataba muy bien y que le resultaba muy llevadera, bastante cómoda.
Ahora regresa a su casa. Recuerda que en la tarde debe acudir a su parroquia para cumplir, religiosamente, su compromiso como catequista. No puede fallar en esa tarea. Ella es bastante trascendental en sus acciones, en el sentido más estricto. Así que no bien termina de almorzar, ya con más apetito y mejores ánimos que en la mañana, entra a su habitación, toma el libro donde tiene los temas que debe impartir, los revisa tangencialmente, no por ello con poco interés, al contrario; se recuesta en su cama, apaga su celular y decide tomar una siesta.
¿Logra descansar?... No puede. Esta vez no son remordimientos del pasado los que tocan la puerta de su memoria, sino acciones muy frescas que pudieron haber ocurrido, pero que no ocurrieron, y que ahora sólo aparecen en su mente bajo la fórmula… ¿y si hubiera dicho o si hubiera hecho esto? Omisiones, para ella, dolosas, aunque para los demás, culposas. Ella revolotea en su cama, tratando de alivianar su desesperada situación. Toma aquel rosario que le obsequió el sacerdote que se convirtió en su mejor amigo hace ya más de dos años y se encomienda a su Madre. Su hipersensibilidad, que algunas veces termina proyectándose como clarividencia, no logra confortarla, al contrario, la deja en obnubilados pensamientos…
Es casi la hora de partir, así que, aun cuando está siendo asaltada por recuerdos, se levanta del laberinto de su cama y se dispone a ir a la parroquia. Llega y, claro, cómo no sonreír. Lo hace, con la frescura de siempre, aunque hay por ahí algunos que dicen a ésta nunca le pasa nada, a ésta nunca nada la afecta, siempre está sonriendo, desgraciada... Entra a su salón, con un enterizo bastante curioso, con el cabello recogido, dejando manifiesta toda esa ternura y esa inocencia que, aunque le cueste aceptarlo, aún inundan su interior, y dicta con paciencia, con mucha displicencia, como siempre, su lección a los niños. Éstos la miran atentamente, y atienden a cada una de sus palabras, y se nota que ante cada una de ellas su imaginación vuela tan alto como si estuvieran escuchando a una princesa de cuentos que ante ellos ha aparecido como por arte de prestidigitador. Ella lo presiente, claro que sí. Ahora, les ha dado receso y ha ido con ellos a retozar en el jardín posterior, les ha contado un cuento luego, y a ese chiquito tan dormilón que ya casi estaba tambaleándose, le ha regalado un besito en la frente y lo lleva en sus brazos ahora. ¡Quien la viera así a ella! Pero es éste su mundo, su tranquilidad, su paz, prácticamente su todo, si no fuera porque… Bueno, no es oportuno pensar en eso, claro que no… Uhmmm, a ver, a ver, cuál era la cita de esta lectura, tiene que ser entendible para ellos, cuál era, cuál era…
Llega a su casa, son casi las siete de la noche, no, no, las ocho ya, Dios santo, tic tac, tic tac, qué rápido pasa todo, y lo peor de todo pasa más rápido aún. No hay nadie más en casa. Sube a su habitación, se mira en el espejo, busca reconocerse ahora, después de que todo pasó tan rápido, y después de que se ha encontrado en la tarde con los habitantes de su verdadero mundo. Recuerda que tiene un cigarrillo guardado desde la primera fiesta a la que acudió, piensa prenderlo, piensa disipar todo lo que ofusca su mente sola, sin más compañía que el humo de ese cigarrillo consumiéndose. Piensa fumar frente al espejo, como quien interroga a éste los vaivenes de la vida, las inescrupulosas situaciones que suceden por actuar con muchos escrúpulos, sí, yo tengo la culpa, sólo yo... Se decide a prender el cigarrillo, y mientras lo fuma se imagina estar acompañada en esa soledad, y, a la vez, mantenerse encadenada a esa soledad… Pero yo no fui tan cobarde, no, no lo fui, en ningún momento lo fui, yo puse lo mejor que tenía…
El cigarrillo se ha consumido ya. No hay más humo que difumine su presencia frente al espejo. Ella está ahí, de pie, no se ha inmutado por fuera. Ahora se siente como en la cornisa de una montaña, dispuesta a lanzarse al barranco sin miedo a perder todo en el intento. Recuerda que muchas veces se ha dicho que la vida no es más que un sueño, y no puede desechar de sí esa idea. Y entonces se encuentra consigo misma, tan segura, tan capaz de hallar dentro de sí todo un mundo, ¿Pero qué mundo? ¿Un mundo lleno de inseguridades, o acaso un mundo lleno de plena capacidad para ser feliz, para hacerla feliz? Ahora ella está en su mueble, escuchando aquella entrañable música de antaño, pensando regresar al mundo con su eterna sonrisa de ensoñación…
* * *

Lunes siguiente. Se despierta de su siesta, observa la hora. Son casi las tres y media de la tarde. Apenas cuenta con poco más de media hora para llegar a tiempo a su clase. Se apresura para lograrlo, pues a todo costo debe estar presente en esa sesión, no por nada se ha quedado la noche anterior leyendo hasta muy tarde el tema que debe defender a capa y espada, y sólo razones objetivas. ¡Vaya cómo es! En esto sí que se aparta totalmente de lo trascendental y de lo filosófico…
Y ahí está en su aula fustigando a la profesora que reduce su postura a meros argumentos gaseosos, ay, profesora, por favor, toque tierra, ¡aterrice ya! Su artillería se reduce a simples enunciaciones de normas nacionales e internacionales, muy positivamente logra detraer lo que la profesora había sustentado esa tarde. Termina su disertación.
Ahora abre aquel cuaderno suyo que ha adaptado como agenda, y quiera que no, también como un amigo íntimo. Escribe frases que sólo a ella se le pueden ocurrir y cuenta historias que sólo en su vida pueden suceder. Escribe y no puede evitar sostener una mirada lánguida y perdida en el horizonte. Menos mal nadie se da cuenta. ¿Te imaginas si sólo alguien, si sólo alguna persona descubre cómo eres?, ¿cómo te sentirías? Conociéndote, tú misma, mejor que nadie, podrías decir que eso sucederá en la próxima alineación planetaria, pero tú estás pensando ahora en cambiar, bueno, no en cambiar tú, sino en cambiar tu rumbo, o te atreverás a mostrarte como verdaderamente eres, pero sólo ante alguien...


- Ah, entonces no te conozco como realmente eres... Si no te muestras verdadera nunca ante los demás. Uy, creo que me ensarté, y nos ensartamos todos contigo, jajaja...
- He dicho que sólo a algunos, sólo a alguien, me muestro como realmente soy…
- Ah caray, eso es otra cosa… Déjame masticarlo… Me dejaste descuadrado, en serio…
- Es obvio, ya sabes por qué, jajaja…

Pero él no entiende, al menos no como yo quiero, maldición, ¿será que? No, no lo creo. Eso sería tanto como querer ver el cielo despatarrado en un sofá bajo la luna y bajo el sol al mismo tiempo… y eso… ¡eso sería una maravilla!...

sábado, 26 de julio de 2008

Una mañana de mayo

Aquella mañana de miércoles – día miércoles, valga la aclaración – fue inolvidable. Me había levantado temprano a repasar los temas para un examen que tendría la semana siguiente, me desocupé poco antes de las nueve y media e inmediatamente fui a buscarla, como le había dicho la noche anterior, sí, angelita mía, ya no puedo contener los abrazos y besitos que me nace darte al verte. Llegué a la universidad pocos minutos antes de las diez y fui a buscarla a su aula en el cuarto piso (lo peor sería que ya hubiera salido de clases). La vi salir justo cuando yo empezaba a enrumbar hacia donde se hallaba y la encontré más deslumbrante que nunca. Su mirada, su sonrisa, causaron en mí tal impresión que por un momento sentí que estaba en un sueño, aunque, obviamente, trataba de mantener la calma, de fijar los pies sobre la tierra. Le propuse que me acompañara a buscar al profesor al cual yo asistía en la cátedra. Ella aceptó sin más, siempre sonriente, sí, muy sonriente, tanto que gracias a su sonrisa yo tampoco podía dejar de sonreír. Sin duda, a pesar que era inicios de mayo aquella mañana no podía evitar pensar que nos encontrábamos ya en el esplendor de la mejor primavera.
“Estoy ya en camino, profesor, ahorita llego. Sí, sí, ya casi llego a las escaleras.” Pero, antes, ¡vámonos hasta el sexto piso!… Sí, sí, sí… ¡Pues vamos! Subimos las escaleras como un par de niños que juegan afuera del piso en el que viven, entre risas y abrazos, y entre más de un choque de miradas que, sí, ¡qué bien que se buscaban!, pero ¡qué bien que se mostraban esquivas y hasta tímidas, diría alguno! Aquella mañana me sentía genial, todo alrededor era genial. “Hay que sentarnos un ratito, sí.” “Ah… ¡qué rico viento!” Un beso tímido de su parte en la mejilla; otro, de mi parte. Sonrisas, un abrazo muy cálido, enternecedor… La luz diáfana que se filtraba por los costados de las escaleras bañaba todo mi interior, lo que era y lo que sería, como una lluvia del color de su mirada, esa mirada que sí, mi angelita, cómo me enternecía desde las primeras veces en que a tu lado me encontraba… De nuevo pensé que me encontraba en un sueño, o en una dimensión entre los sueños y la realidad, el punto inefable donde todo se vuelve nada y el tiempo se convierte en un elemento imperceptible para los protagonistas.
¿Cuánto tiempo pasaría en ese instante en que ella y yo nos abrazamos y, con ese abrazo, nos decíamos todo aquello que desde hace días, semanas atrás ya nos lo decíamos de otros modos? ¿Uno, dos, tres minutos? Sigo tratando de establecer una medida en el espacio y en el tiempo de aquel instante, pero aún ahora, tiempo después, me resulta incognoscible. ¿Y qué importa el tiempo o el espacio, si después de todo lo sustancial era estar ahí con ella, sin nada ni nadie más? Sólo podía recostarme en su regazo, sonreír al verla sonreír, dejar que mi espíritu se llenara de ternura inconmensurable. En mi cabeza, al vivir ese instante, sólo revoloteaban recuerdos de los ensayos del coro en meses de verano… Febrero, Marzo: sí, es que esta chica es sencillamente genial, ¡qué alegre!, ¡qué alegre!, ¡qué alegre! ¿Será así sinceramente? Sí, sí que lo es. ¡Y qué tierna! Sí, ¡mucho! ¿Cómo es la vida, no? Me encanta… Abril: sí, ya estoy mejor, ya salgo a clases, gracias a una angelita muy linda que no sé cómo, pero hace que me sienta mejor con una sola palabra o mirada. ¡Qué alegre!, ¡qué alegre!, ¡qué alegre!...
¿Cuánto tuvimos que esperar para que por fin tuviéramos un momento sólo para los dos? Llegó el momento, claro que llegaría. Días antes habíamos vivido la introducción de tan maravilloso capítulo: regresar juntos en la noche, bien abrazados (aquella noche yo amaba el frío, el viento), vacilarnos juntos en la actuación un día después de aquel regreso espontáneo, en que recibí literalmente besitos muy dulces de su parte, y con cuánta ternura, que fueron como una continuación de aquella terapia de besitos de fines de abril, sí, con mucha ternura (yo añoraba a morir esos besitos cuando estaba ya horas después buscando sueño en mi habitación)…
Llegó el momento, sí, aquella mañana de un miércoles de mayo, pero acompañado de muy eficientes efectos ultractivos, sí, porque el día siguiente sucedió una suerte de continuación de besos y abrazos y momentos de sólo para los dos, “te dije que te iba a secuestrar, angelita”. Y el día siguiente al día siguiente en que sucedió la mañana inolvidable, aunque esta vez de noche, sí, la noche maravillosa de la semana, ella quiso culminar tan geniales días dándome una noticia que aún ahora sigue resonando en mis oídos, como la razón nueva que me hace quererla cada día más, el motivo que hace que me diga a mí mismo cada mañana que sí, claro que tiene amor el presente y el futuro, más aún, al pensar en ella entiendo a Juan Manuel Carpio en “La amigdalitis de Tarzán”… “Sí, ¡claro que tiene amor la eternidad!”

jueves, 17 de enero de 2008

Sueño de una tarde de verano

En el jardín crepuscular te aparcaste aquella tarde de enero. Como un ángel en la ribera del camino que lleva al cielo estabas ahí, tímidamente iluminada por el sol que ya casi moría. No me acerqué, te observaba sólo a lo lejos. Distante, tenía miedo de que al acercarme a ti despertaría de esa ensoñación tan real. En la diafanidad de tu mirada perdida, presentí que leías en mi corazón sin verme a los ojos, que me penetrabas cálidamente mientras seguías sentada en el columpio, que leías cada una de mis historias en que, en otras personas, creí encontrarte a ti. Y sólo sonreías en aquel jardín adornado de enredaderas y buganvillas, que cuidadosamente recogías sólo para mirarlas e inhalar su aroma, e irte luego revoloteando con ellas en tus manos, y seguir auscultándome angelicalmente a la distancia siempre con buganvillas en tus manos… Lejana, como una estrella titilante apenas perceptible en el ocaso de un día estival, seguías siendo angelical. De pronto, mientras te observaba despidiéndome sin querer alejarme de ti, me transportaste a tu presencia en tus alas, cual celestial criatura de carne y hueso, conocida luego de toda una vida de espera… Me desperté en la clarividencia de tu mirada, en tu presencia que de un modo inefable abarcaba todo lo que había alrededor, aun mi propia vida, y me quedé ahí, mirándote ya para siempre en un cálido ocaso sin final…

jueves, 10 de enero de 2008

No olvidaría aquella noche en tu sala sentado a tu lado, acariciándote con palabras distantes, como sopladas por un viento absorto y lejano. Tú a mi lado, deslizando tu rostro por mi hombro, y yo tan absorto como el viento lejano que ponía en mi boca palabras de aquél tiempo, donde tú y yo éramos el bálsamo perfecto para sanar nuestras cicatrices de verano, de otoño,… Y no te molesté, como no lo hice durante unos largos nueve meses, no te molesté aquella noche, tú cerrabas los ojos, sonreías y me hablabas de ese chico tan lindo que todas las tardes cruzaba el parque del frente de tu casa, arriesgando el pellejo, porque sí, a esa hora salen unas viejas de miércoles con unos pitbulls, no señorita, no hacen nada, perro que ladra no muerde, pero imagínese señora si se le desboca, que no, hijita, eso no va a suceder, así que tu flaquito puede cruzar todas las veces que quiera el parque, y yo acá sentada con el corazón en la boca, aunque claro, sí llega todas las tardes, y conversamos horas de horas, imagínate, una tarde se terminó prolongando hasta cerca de las once de la noche, y es tan lindo él, tan dulce, ay ya ves como me pone el amor, y todas las noches se despide tan alegre, pero esta noche sabe Dios qué pudo haberle pasado, porque ni siquiera me ha llamado, ¿habrá tenido algún problema, o será otro engaña muchachos como tantos? Y sigue y sigue tú con la cantaleta de ese chico tan lindo, hasta que en un momento me miraste, y yo te miré, y juntos sucumbimos al inexorable ataque de la nostalgia, al raudo golpe con efecto ultractivo del tiempo pasado, que en un abrir y cerrar de ojos termina trayendo a colación y hasta actualizando momentos que aparentemente estaban bastante bien enterrados en los más recónditos lugares de nuestras memorias, pero que realmente están tan a flote en nuestro universo personal, que el más mínimo toque a la puerta de los recuerdos acaba por forjar entre nosotros un universo de palabras y miradas… Toco a tu puerta y me abres cálidamente, rozo tus brazos y te enredo luego con los míos, y tú te sientes tan indefensa, tan timorata como en tu adolescencia pudibunda de tiempos remotos, toco tu puerta, rozo mis labios en tus mejillas, y luego en tus labios y siento en ese instante que ya no sólo te quiero como cuando éramos uno, sino que te adoro sin dejar de ser yo, el mismo yo absorto y lejano como el viento de mi inspiración…

domingo, 6 de enero de 2008

Un ligero equipaje interior

Una tarde lluviosa de febrero debía abandonar Chiclayo. Luego de tediosas tardes y noches leyendo y resumiendo obras jurídicas, había obtenido la calificación pertinente para acceder a los estudios de maestría en la Universidad de Navarra. Era, sin duda, la posibilidad de poder aprehender toda una gama de conocimientos forenses europeos, que me permitirían afianzarme como profesor a tiempo completo en alguna universidad de la capital. Ni en el más condicionante escenario habría dejado pasar esa posibilidad.
El día de mi partida organicé mi equipaje desde las primeras horas de la mañana. Religiosamente ordené la maleta con la ropa más gruesa que tenía, la caja con mis obras literarias y mis trabajos universitarios, junto con algunos álbumes fotográficos de mi familia. El vuelo hacia Lima, a priori, partía a las siete y cinco de la noche. No obstante, a partir de las tres de la tarde, luego de haber almorzado y descansado en la digestión, estaba ya completamente libre para cumplir con ordenar mi equipaje interior. Contacté con Carlos Antonio, un compañero de la secundaria, que estaba encargado esa tarde de la sala de embarque de vuelos nacionales en el aeropuerto, y le pedí el favor de custodiar mi equipaje por un lapso de tres horas. Carlos Antonio aceptó.
Antes de las cuatro de la tarde, habiendo dejado mi equipaje en el aeropuerto, tomé un taxi. “Hacia la avenida Salaverry, cuadra siete, por favor”. Durante la siesta de la tarde, tuve la clarividencia de que no podía partir esa noche a la península ibérica sin una última conversación con Claudia. Ella era la única que ignoraba totalmente el expediente de mi futura estadía en tierras españolas por dos años. Llegué a verla poco después de las cuatro, y no tuve la necesidad de dirigir el taxi hasta su casa, pues apenas el vehículo se asomaba a la esquina norte de su cuadra, ya la había reconocido tomando un helado con Noelia, su hermana, en el parque
- ¡Claudia, qué tal!- le dije, reposadamente.
- ¡Jose!- replicó ella, como abrasada por una amalgama de sentimientos encontrados.
- Vengo a despedirme de ti, amiga mía. Esta noche estaré en un avión rumbo a España – le dije sin inmutarme.
- ¡Qué cosa! ¡Cómo que hoy mismo te vas! Cuéntamelo todo, con detalles, por favor – exclamó, entre alterada y luctuosa –. Vamos a mi casa, me esperas que tome un baño y salimos a caminar.
- Está bien, pero no tarde mucho. A las siete sale el vuelo a Lima.

Por decisión de ella paseamos por las calles adyacentes a su anterior vivienda, no muy lejos de donde nos encontrábamos. Comimos cada uno una torta de vainilla con chispas de chocolate en el café bar del italiano Pietro Meazza, mientras recordábamos tantas experiencias universitarias, desde que la conocí en el taller de teatro, cuando yo cursaba el tercer año de Derecho y tocaba la guitarra pésimamente, y ella recién había ingresado a Medicina humana y jugaba muy bien al básquetbol. A pesar del ruido provocado por el tráfago de italianitos que atiborraban el negocio de don Pietro, hablábamos bajito y nos entendíamos a la perfección. Me puso al tanto de que aprovecharía el verano para dar algunos retoques finales a su tesis, que prácticamente ya estaba concluida, aunque, no obstante, con la noticia de mi partida esa tarea le demandaría más tiempo del previsto. Sus grandes ojos negros parecían devorar mi ser interior, como aquellas noches de otoño cuando éramos uno solo, y ella adivinaba cual gitana, las notas que había obtenido en los exámenes. Aun cuando ninguno de los dos le confesó al otro que el cariño y la confianza inconmensurables nacidas una tarde primaveral se mantenían incólumes, cada mirada, cada sonrisa, cada suspiro helado, eran prueba irrefutable de cómo ambos habíamos transformado ese cariño tan hermoso, que durante unos largos dieciséis meses y cuatro días nos unió, en un símbolo inefable de verdadera libertad.
- Sabes, Claudia – le dije, avasallado por la nostalgia – en esta tarde siento que te adoro, en el más estricto sentido de la palabra. Te adoro, amiga, porque gracias a ti aprendí a ser libre.
- Y yo esta tarde siento unas ganas enormes de agradecerle a Dios, sí, Diosito, gracias porque me permitiste conocer a alguien tan lindo que me enseñó tanto, tanto… ¿Te acuerdas cuando me ayudabas a aprender los diálogos en el taller, Jose?...

Aquel lapso de esa tarde gris se convirtió en una máquina del tiempo que proyectaba los momentos eternos e imborrables de nuestra amistad ante todo. “Acuérdate, Jose: amistad que antes que nada y por encima de todo”. Cada uno de los ensayos más tristes y más alegres con la profesora Karenina, cada tarde en la biblioteca de literatura disfrutando con Calderón de la Barca, cada noche en las tímidas bancas detrás de la cafetería, fueron destilando inmortales gotas que empapaban la atmósfera de nuestro diálogo. Por un momento tuve la sensación de que estábamos solos en un mundo penetrado por una lluvia de ceniza, pues el ambiente se tiñó de un color gris en cada una de nuestras palabras.
- No te vayas a perder por allá, mi Jose – me dijo, con la voz tímida de los más tristes ensayos de teatro.
- Claro que no, niña – repliqué, mientras luchaba furibundamente con mi deseo de cancelar el viaje, de quedarme ahí sentado mientras escuchaba partir el avión sin mí.
- Ven, cierra los ojos – me pidió, ahora con una intención traviesa.

Siendo consciente de lo que suponía ese pedido, accedí. Me acerqué a ella, tiré los brazos hacia atrás, para que no interrumpieran de un modo consciente mi decisión inconsciente, y sentí sus labios rozar los míos y luego posarse en mi frente. En ese momento mi declaración de adoración obtenía su correlato fáctico. Le prometí, acto seguido, que regresaría de hecho en dos años, y si por algún motivo de fuerza mayor no pudiera regresar ya, no olvidaría lo que con ella había vivido y aprendido, aprehendido.
Cerca de las seis y media de la tarde regresamos a su casa por la avenida, inundada de palmeras al lado izquierdo, bajo cuya sombra, años atrás, una noche de noviembre, escribí en mi mente una canción para ella. Minutos después, estaba ya en la sala de embarque, agradeciéndole a Carlos Antonio la gentileza de custodiar mi equipaje aquella tarde. Cuando la tripulación hubo abordado el Airbus A 320 que me dejaría en Lima, previa escala en Trujillo, me despedí de ella y le dije que estaba ya sentado, sí, en el asiento 25 b, y sabes, tengo unas ganas enormes de estar ya en Navarra, para llamarte desde allá y contarte todo lo vivido en mi primer día, sí…

miércoles, 10 de octubre de 2007

El idioma de los sentimientos

(...) Entre la Maga y yo crece un cañaveral de palabras, apenas nos separan unas horas y unas cuadras y ya mi pena se llama pena, mi amor se llama mi amor... Cada vez iré sintiendo menos y recordando más, pero qué es el recuerdo sino el idioma de los sentimientos, un diccionario de caras y días y perfumes que vuelven como los verbos y los adjetivos en el discurso, adelantándose solapados a la cosa en sí, al presente puro, entristeciéndonos o aleccionándonos vicariamente hasta que el propio ser se vuelve vicario, la cara que mira hacia atrás abre grandes los ojos, la verdadera cara se borra poco a poco como en las viejas fotos y Jano es de golpe cualquiera de nosotros. Todo esto se lo voy diciendo a Crevel pero es con la Maga que hablo, ahora que estamos tan lejos. Y no le hablo con las palabras que sólo han servido para no entendernos, ahora que ya es tarde empiezo a elegir otras, las de ella, las envueltas en eso que ella comprende y que no tiene nombre, auras y tensiones que crispan el aire entre dos cuerpos y llenan de polvo de oro una habitación o un verso. ¿Pero no hemos vivido así todo el tiempo, lacerándonos dulcemente? No, no hemos vivido así, ella hubiera querido pero una vez más yo volví a sentar el falso orden que disimula el caos, a fingir que me entregaba a una vida profunda de la que sólo tocaba el agua terrible con la punta de pie. Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impuso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada. Y no lo sabe, igualita a la golondrina. No necesita saber como yo, puede vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la retenga. Ese desorden que es un orden misterioso, esa bohemia del cuerpo y el alma que le abre de par en par las verdaderas puertas. Su vida no es desorden más que para mí, enterrado en perjuicios que desprecio y respeto al mismo tiempo. Yo, condenado a ser absuelto irremediablemente por la Maga que me juzga sin saberlo. Ah, dejame entrar, dejame ver algún día como ven tus ojos (...)
Julio Cortázar. Rayuela-- Capítulo 21